Recuerdo una vez en clase de filosofía lo que nuestro profesor sentenció: «Lo peor que podemos sentir es la indiferencia. Prefiero que sintáis asco, enfado o repulsión hacia las 5 vías de Santo Tomás, o hacia el levantamiento del proletariado de Marx, a que no sintáis nada». Y no le faltó razón. Los humanos por naturaleza sentimos. La indiferencia ante la vida es antihumana. Y la DANA nos ha servido para comprobar quiénes son humanos, y quiénes no. Quiénes sienten, y quiénes no. A los que deja indiferentes, y a los que cambia la vida.
Hay historias, efectivamente, que no te dejan indiferente. De esas que, por alguna razón, tocan. El corazón, digo. Historias de personas corrientes, personas como podríamos ser tú o yo. Con una vida sencilla, con sueños, con ilusiones, con razones trascendentes (o no) por las que levantarse.
El pueblo valenciano no se levantó como un día más el 30 de octubre. La ilusión y la vida sencilla de aquella gente se vio arrastrada por una corriente de lodo que no tuvo misericordia alguna. Mi abuela siempre dice que las personas se miden ante la adversidad. Y qué gran talla ha resultado ser el pueblo valenciano, seguido del resto de España.
Laura y yo sentimos la necesidad de ir físicamente a ayudar. Con lo que fuese. La indignación ante la inacción de nuestros gobernantes resultó en acción. A veces, aunque paradójico, mueve más que la propia acción. Y ese fue el resultado del pueblo. Se movilizó. En las gasolineras de la A3 entre Madrid y Valencia un miércoles de noviembre a las 5 de la mañana, solo se veían jóvenes con botas katiuskas y palas, y con un objetivo común: ayudar. Ese objetivo común que los de arriba han sido incapaces de asemejar. Por indiferencia.
Y fue allí donde nos tocaron el corazón. A través de personas, de momentos y de historias. Providencial. Dice el evangelio de San Juan, 12: ‘Amaos los unos a los otros, como yo os he amado’. En los pueblos de Valencia esos días no se pecó de amor al prójimo. Si la palabra ‘humanidad’ pudiese personificarse, bastaría con pasar un día en un pueblo valenciano durante estas últimas semanas. Ahí la humanidad cobra vida. La indiferencia no existe, solo se escucha desde el Congreso en Madrid y desde el Parlament en Valencia. En los pueblos no hay hueco para eso. La gente llora, ríe, se desespera, se enfada. Se abraza. Mucho. Y no deja de trabajar.
Allí conocimos a Carol, propietaria del Hotel Ignacio, en Chiva, uno de los pueblos afectados. Carol, cigarro encendido incesante, nos cuenta su historia:
«Mis abuelos Ignacio y Felisa inauguraron el restaurante con pensión en 1952 llamándose Restaurante Ignacio. Mi abuelo murió muy joven y mi madre y mi tía se hicieron cargo del negocio. En 1999 hicieron el hotel, llamándose Hotel Ignacio y en 2009 hicieron la reforma del restaurante, pasándose a llamar Restaurante Insigne del que yo soy la gerente.»
¿Qué puede significar un hotel de un pueblo de Valencia para una persona? ¿Qué implica haberlo perdido? Para Carol, el hotel Ignacio y el Restaurante Insigne son más que un negocio o un trabajo: «Es mi vida, mi pasado, mi presente y mi futuro. Lo que me arraiga a ese nombre “Ignacio” es muy fuerte, tanto que mi hermano y mi hijo se llaman así.
Todos los trabajadores, amigos y familiares estaban ahí. De barro hasta las cejas, pero sin perder aquella ilusión que les ha caracterizado tanto. Personas corrientes, rehaciendo su vida, entregándose los unos por los otros. Y es que las adversidades, paradójicamente una vez más, unen. Los obstáculos comunes arraigan, acercan y demuestran. Transforman. Vidas, personas, formas de mirar.
Laura y yo nos sentimos acogidas por todos ellos. Aquel día, el evangelio de San Juan, seguramente desconocido por muchos de ellos, se cumplió en todo su esplendor. Allí nos comimos la mejor fabada que hemos probado nunca. En una sala, antiguo restaurante, lleno de barro, y sin luz, pero plagado de aquello que caracteriza al pueblo: la humanidad y el amor. La hermandad que se creó es digna de analizar. Debemos preguntarnos por qué no podemos vivir así siempre, sin necesitar de una DANA para sacar a relucir nuestras mejores cualidades. Porque la hermandad está. Dentro de nosotros, del pueblo. Ese pueblo unido que te ofrece su casa aún sin conocerte, porque le has ayudado a limpiar su garaje. Que te da un plato de comida caliente porque tu cocina está embarrada; que se recorre 500km para achicar agua de las calles, o para fregar el patio de un colegio. Eso es humanidad. Eso, precisamente, es lo contrario a la indiferencia. Y eso es lo que representa al pueblo español. Por eso, la mejor fabada del mundo está en un polígono de Chiva, donde la indiferencia fracasa y la humanidad, una vez más, ha triunfado sin límite alguno.
BLANCA SÁENZ SECADES