No ha sido la primera vez que he vivido la prohibición de salir de casa por imperativo legal. El “toque de queda” durante algunos meses lo vivimos, hace años, en Perú. Esto nos enseñó en primer lugar a acatar la normativa gubernamental por fuerza mayor; en segundo a mirar con frecuencia el reloj para ajustar los tiempos y en tercer lugar a conllevar con imaginación la ordenanza horaria. Frente al “que no nos da tiempo de llegar” después de una cena con amigos siempre surgía un “pues quedaros a dormir”.
No fueron tiempos virtuosos ni tortuosos, no andábamos por la calle de 8 de la noche a 7 de la mañana y punto. Los vivimos con la esperanza de que pronto acabaran las limitaciones horarias y el buen humor inconsciente de los pocos años. Pero esta vez es diferente. Muy diferente.
Ahora estoy en el grupo del 96% de los contagiados que mueren. Y mueren asfixiados y solos. Nada apetecible. Así que la imposición gubernamental de quedarse en casa encerrados me ha parecido muy sensata y muy bien. Me pareció. Ahora que han pasado 40 días ya no me parece tan sensata. Porque me pregunto “si no podemos salir para no contagiarnos y morir, ¿para qué quiero vivir?”. Porque la perspectiva de mantenernos encerrados al grupo de riesgo hasta que aparezca una eventual vacuna me parece excesiva. Anti vital. Anti social. Antigua, algo así como “La mujer honrada pierna quebrada y en casa encerrada”.
Porque si me quieres, pero ¿esta sociedad quiere a los viejos? No. Si me respetas, pero ¿esta sociedad sabe lo que es el respeto? No. Bueno pues si me aceptas a mí que soy vieja y a toda mi generación que suman igual de años desde que nacieron, no me encierres en una residencia, no me regales una mala pensión, no me impidas que trabaje aunque tenga fuerzas y ganas, no me impongas una encerrona por decreto de Estado de Alarma sin horizonte. No me impongas una ley mordaza. Déjame vivir con libertad. Tampoco es pedir demasiado.
Pero si he aprendido durante esta encerrona. Sí. He aprendido a estar en paz, he aprendido a vivir con sosiego, me he esmerado en vivir el amor cotidiano con mi marido, he gozado con el cuidado de mi casa y he rezado con intensidad creciente en esta mi primera Semana Santa vivida con espiritualidad digital a través de la pantalla. He hecho unos Ejercicios Espirituales via Youtube profundos y esperanzadores. He descansado de las prisas. He apreciado mejor el tiempo, el silencio, la lectura. He echado de menos a todas las personas que quiero y no puedo ver ni abrazar, pero he valorado más aún el tenerlas en el corazón y en el teléfono. Saber que existen me alegra el corazón y me da confianza en el futuro.
L.E. (70)