Editorial
Ahora que el trato personal cristaliza en distancia física y acercamiento a través de pantalla, verse cara a cara es todo un lujo. Quiero decir que escasea y por tanto, se aprecia más.
Está bien el empoderamiento que ofrece el móvil. Es una revolución en el uso del tiempo y la distancia, nuestros dos grandes condicionadores. Pero para cada persona, es fundamental la presencia del otro y mirarse a los ojos, cara a cara, sin intermediarios mediáticos.
Gustar de la presencia es sanador: “mira que la dolencia de amor, que no se cura/sino con la presencia y la figura” canta sabiamente san Juan de la Cruz y recordaba estos versos con frecuencia Julián Marías.
¿Qué es mirarse a los ojos? es un acto que activa las partes del cerebro que son aptas para la comunicación y el conocimiento sobre cómo la otra persona nos percibe y siente. La mirada directa activa lo que se conoce como cerebro social. “Estudios con neuroimágenes reflejan que ciertas regiones cerebrales situadas en el lóbulo temporal (el más lateral en cada hemisferio cerebral) son las que más se activan cuando miramos a los ojos de alguien”, explica la profesora Titular de Psicobiología Ela Isabel Olivares, de la Universidad Autónoma de Madrid.
Los humanos tenemos en los ojos un indicador de dirección de la mirada: el blanco de nuestra esclerótica hace destacar el tono oscuro que tiene el iris, lo que permite a terceros distinguir con facilidad hacia dónde miramos. Los chimpancés y los gorilas tienen la esclerótica oscura, por lo que resulta casi imposible saber hacia dónde miran.
Cada quien elige donde ver. No todo lo que tenemos en nuestro campo visual cercano es capaz de atraer la mirada, poco miramos nuestros zapatos, buscamos con los ojos, como si fuera una linterna, el objeto que responda inmediatamente a mi interés, y si ese interés es mi prójimo, le miro a los ojos. Se considera que un exceso de contacto visual por encima de los 3,3 segundos hace que el contacto visual pase, de ser normal a desasosegar.
Esta tarea de fijar la mirada, tiene un coste en términos de recursos cerebrales, como se ha manifestado en un reciente experimento sobre relacionar palabras: a los sujetos experimentales se les pedía asociar verbos con palabras. Cuando los sujetos miraban una cara que les devolvía la mirada, tenían mayores dificultades para realizar las asociaciones de palabras.
Así es, la gestión de la mirada reduce nuestra capacidad intelectual en conjunto, porque la mirada pesa y tiene un coste. Pero gratifica (o mortifica) a quien la obtiene. Hace cosa de quince años, la Fundación Belén realizó un estudio sobre cómo el peso de la mirada condicionaba el uso de las ayudas técnicas en niños y en mayores, “Saber mirar”, fue publicado por el CEAPAT.
Publica en ABC Mª del Mar Velasco, un interesante artículo bajo el título “La mirada de Dante” “Un día, allá por los años 50 del siglo XX, un joven maestro le preguntó a Carmen Gayarre, pionera de la educación especial en España, si no le daba vergüenza salir de paseo con su hijo Luis, con síndrome de Down, teniendo en cuenta que la gente se los quedaba mirando por la calle. «Ya se acostumbrarán a verlos», contestó ella. «¿Es que vamos a educar a la sociedad?», replicó el joven. «Por supuesto que sí», respondió Carmen. Y ahí seguimos”.
Quizá sea el momento de organizar el seminario “Enseñando a Mirar”
Mayo 2022 Leticia Escardó