Luz de invierno
El 22 de diciembre es el día más corto, la noche más larga en el hemisferio norte. Es el solsticio de diciembre, que fija el principio del invierno astronómico en el norte, mientras que en el hemisferio sur configura el principio del verano.
Luz y salud forman un binomio inseparable. Desde el sueño, al estado de ánimo, pasando por la memoria, o la capacidad de aprendizaje o la inmunidad, los efectos biológicos de la luz en toda persona, es casi interminable.
La luz solar penetra en el organismo principalmente a través de las células del ojo, que envían al cerebro la información día/noche al reloj biológico interno, una pequeña zona cerebral situada cerca del hipotálamo. El reloj biológico dispone el ritmo vital al cuerpo a través de diferentes hormonas. De día disparan la actividad, mientras que por la noche, el cerebro manda fabricar hormonas nocturnas que favorecen el sueño.
Durante el invierno, al descender las horas y la intensidad solar, algunas personas sufren una bajada de energía y de motivación, el espíritu languidece. No es malo, es natural, es tiempo de introspección y crecimiento interior, como la espiga de trigo crece en la tierra. Decía Ortega “solo hay una decadencia absoluta: la que consiste en una vitalidad menguante, y esta solo existe cuando se siente”.
Para romper tanta oscuridad de noche larguísima desde hace milenios el hombre ha inventado el calor del fuego, el calor del amor, el calor de la comida y la bebida y con estos ingredientes ha creado el concepto de fiesta.
Pero todos necesitamos, además, una esperanza luminosa que de sentido a la vida del espíritu. Para los cristianos esa luz en el horizonte invernal es la Navidad. Esperanza cumplida año tras año desde hace veintiún siglos. ¿Quién nos puede robar la alegría de celebrar el nacimiento de Jesús?